Los heavies son buenas personas

Melenas largas como látigos, whisky derramándose hasta el suelo, monstruos aterradores increpando desde el averno, llamaradas emergiendo del suelo, cuero, pinchos, cadenas y portadas censuradas con Biblias ensangrentadas o grandes pechos bajo camisetas mojadas; Ozzy Osbourne arrancando con su boca la cabeza de un murciélago; Nikki Sixx incendiándose sobre el escenario con un cóctel mólotov; Dead, cantante de Mayhem, cortándose con cuchillos y cristales para delirio del público.

Desde que tenemos memoria, los estereotipos han perseguido a las estrellas y los fans del heavy metal, especialmente en la época de su máximo apogeo (si es que ésa época acabó alguna vez). Las instituciones conservadoras y las órbitas religiosas han señalado a menudo a los heavies como enemigos públicos, siniestros quema-iglesias, poco más que productos desechados del rock movidos por la violencia y el satanismo, peligrosos para sí mismos y para la sociedad.

Si me preguntas a mí, te diré que la apreciación verdaderamente aplicable a la comunidad metalera, desde principios de los 80 hasta hoy mismo, es que son la facción musical más noble y feliz de todas. Y eso solo para empezar.

Incluso el maldito Per Yngve Ohlin tuvo un último gesto atento y cortés con los demás, dejando una nota de suicidio en su cabaña del bosque de Kråkstad que rezaba: “perdonen por toda la sangre”

Cuando era un niño, ni siquiera un chaval, todavía un niño, ya era perfectamente consciente que toda esa imaginería llamativa, satanista, aguerrida, lasciva y provocativa no era más que un envoltorio notorio para conseguir acercar a las masas a los discos y los conciertos. Nadie, salvo tal vez Jimmy Page (Led Zeppelin), que decía pasarse los fines de semana encerrado en la oscuridad de su castillo cercano al Lago Ness consumiendo drogas y leyendo la obra del ocultista Alesteir Crowley, practicaba de facto ritos oscuros, ni se creyó por un segundo toda esa artificiosidad maligna. Solo el líder de Mayhem invocó las tinieblas hasta consumirse en un estado de depresión suicida que le llevaría a dirigir un cañón de escopeta a su sien. Pero cuando recordamos a Dead, hablamos de los derroteros del death metal y de un caso muy especial de enfermedad me(n)tal. Y, con todo, incluso el maldito Per Yngve Ohlin tuvo un último gesto atento y cortés con los demás, dejando una nota de suicidio en su cabaña del bosque de Kråkstad que rezaba: “perdonen por toda la sangre”.

En mi colegio, ser heavy era un rasgo que tal vez te apartaba de los demás, pero a la vez te ataba como una poderosa cadena de hierro a un grupo sensato, convencido y del todo fiel a un estilo.

Desde siempre, los acólitos del heavy metal me han parecido poco más que chicos salvajes tratando de llamar la atención. Tal vez en EEUU tomaran mucha volada los escándalos de bandas pasadas de vueltas como Mötley Crüe o Judas Priest, acosadas por instituciones como la  PMRC (Parents Music Resource Center), pero aquí solo nos llegó la parte más divertida del asunto. En mi colegio, ser heavy era un rasgo que tal vez te apartaba de los demás, pero a la vez te ataba como una poderosa cadena de hierro a un grupo sensato, convencido y del todo fiel a un estilo. Recuerdo autocares de excursión tratando de aprender las letras de Iron Maiden y descubriendo de paso las gestas de Alejandro Magno, además de una insobornable insistencia en dibujar a Eddie en grandes cartulinas para todos los concursos de dibujo de la escuela, y una marcada obsesión por comparar con los colegas la longitud de nuestras greñas. Nunca más he sentido la necesidad de demostrar mi pertenencia a algo, pero por aquella época había un par o tres de cosas cruciales para mí y los demás chavales, mis hermanos del metal: tener el pelo largo, conseguir alguna camiseta de una banda y enfundarse unos pantalones pitillos cuanto antes. La lucha con los padres para alcanzar esos tres niveles de heviata era encarnizada. Para los que no atendíamos al fútbol, aquellas bandas de metal eran nuestros colores; y estábamos orgullosos de mostrarlos, aunque fuese a costa de la mofa de los demás.

iron_maidenEncuentra a Albert entre esta horda de fans de Iron Maiden en la sala BEC de Bilbao (2013). Fotografía de Borja Agudo.

En los años 80 el heavy metal era tan popular como el pop, y eso era porque congregaba una serie de rasgos que están muy lejos de los de una corriente corrosiva para los valores morales. Para empezar, la artificiosidad del glam metal buscaba destacar a través de la seducción y la disconformidad, pero lo hacía desde un fondo honesto. Bandas como Cinderella tenían claro que el objetivo era marcar la diferencia y preponderar, exhibiendo looks que forjaban un glamour del todo artificial y extremo, pero que constataban una inercia muy natural: la búsqueda de identidad. Todo adolescente y joven necesita sentirse diferente, auténtico. Ser heavy ofrecía una identidad inequívoca. Así que, casi sin darnos cuenta, teníamos claro un factor vital: éramos alguien, teníamos una personalidad, aunque fuera como consecuencia de canciones rocosas y exuberantes conjugadas con aspiraciones estéticas banales.

Los heavys han demostrado siempre ser gente de lo más divertida y desacomplejada: nunca les ha importado lucir cardados estrafalarios, les encanta reírse continuamente de su salud mental y juguetear con los miedos y la locura.

Eso nos lleva a otro asunto relevante, el de la pertenencia. Los aficionados y músicos del metal sentían por igual una sensación de parentesco. En su momento, la comunidad de metal se convirtió en una verdadera familia, un núcleo donde experimentar emociones aumentadas con personas afines. Esta sensación de cohesión en cada aula, bar o concierto generaba una sensación de apoyo social, y se convertía en un factor protector crucial para todos los jóvenes con problemas. Quiero pensar y creo firmemente que eso sigue pensando hoy en día: las cadenas no se han roto.

Además, los heavys han demostrado siempre ser gente de lo más divertida y desacomplejada: nunca les ha importado lucir cardados estrafalarios, les encanta reírse continuamente de su salud mental y juguetear con los miedos y la locura, y llevan lo gamberro y ligero al punto de agarrar con decisión un bote de ketchup para hacer las veces de micrófono.

Bill Kelliher asegura que Tom Araya de Slayer, seguramente el tipo que más versos satánicos escupe por canción hoy en día, es una de las personas más agradables, relajadas y sonrientes que ha conocido nunca.

Para acabar con lo que podría ser la primera parte de una trilogía-metalera-existencial: no hay mejor tratamiento para la ira que escuchar música dura y extrema como el heavy metal. Dejarse llevar por canciones veloces, saturadas de distorsión y pasadas de decibelios ayuda a procesar la agresividad y promueve estados de calma y plenitud. Bill Kelliher, de Mastodon, asegura que Tom Araya de Slayer, seguramente el tipo que más versos satánicos escupe por canción hoy en día, es una de las personas más agradables, relajadas y sonrientes que ha conocido nunca.

Así que si notas cierta tensión en tu vida de guitarritas, sintetizadores y finos gorgoritos, tal vez deberías empezar a quemar tus discos de los Smiths, poner Megadeth a todo volumen y sacudir tu cabeza hasta que sudes algo limpio.

Fotografía de portada: Mayhem durante 1990. Extraída de Metal Injection


Albert Fernández (Bilbao, 1975)

AlbertBCoreEs periodista cultural y esperpento humano desde la pubertad. Ha trabajado como redactor en medios como Go Mag y Mondo Sonoro y de editor jefe en H Magazine y enBarcelona (Guía del Ocio Bcn), además de colaborar varias emisoras de televisión y radio, como la Cadena SER, Onda Cero o Ràdio 4, entre otras. Coordina la revista online Blisstopic, que creó junto al resto de sus socios y fundadores. Ha escrito uno de los micro-ensayos de pop filosófico que conforman «Hijos del Átomo. Once visiones sobre la Patrulla-X» (Alpha Decay, 2015) y es co-autor de «Thomas Pynchon» (Editorial Base, 2016). También ha participado en el libro «In-Edit The Book: Una historia sobre el documental musical». No fuma.