Una crónica sentimental de la documentación musical en los 90s

“I love the relationship that anyone has with music … because there’s something in us that is beyond the reach of words, something that eludes and defies our best attempts to spit it out. … It’s the best part of us probably …”

Nick Hornby, Songbook

 The_ronettesMi primer amor fueron ellas: las Ronettes.

And the colored girls go…

Recuerdo con nitidez el momento exacto en que una canción me impactó por primera vez. Me refiero a un impacto emocional que no se parecía en nada a lo que me habían producido hasta entonces las canciones infantiles que cantábamos en la guardería. Yo debía tener unos cinco o seis años o la edad que se tiene en primero de EGB. Las niñas más femeninas de la clase- si es que tal cosa era posible a los seis años- vestidas con tutús rosas y diademas de corazones escenificaban el amor al ritmo del “Be my Baby” de The Ronettes. Yo, en éxtasis, desde el patio de butacas, flipaba con el bombo del inicio, con las voces nasales. Flipaba casi físicamente. Rezaba para que se equivocaran y volviera a sonar la canción entera.

“Mamá, quiero música de los sesenta” y conque yo era un poco rara, ya de pequeña, ella no hacía preguntas y me dejaba mangonear sus discos.

Después de verme cantando por el patio en repetidas ocasiones, mi maestra me grabó una cinta de cassette con la canción. Creo que pensaba que lo que en realidad me hubiera gustado hubiera sido el tutú rosa y los corazones. Nada más lejos: yo estaba encantada representando la Justicia mientras sonaba el tema principal de Star Wars. A mí, lo que había vuelto el estómago del revés eran The Ronettes. Y muy pronto no fueron suficientes. “Mamá, quiero música de los sesenta” y conque yo era un poco rara, ya de pequeña, ella no hacía preguntas y me dejaba mangonear sus discos. Yo me ponía los auriculares, me plantaba delante del equipo de música y podía pasar una mañana de sábado entera escuchando a The Animals, Simon and Garfunkel, The Beatles, The Mamas and the Papas, Bob Dylan, Los Brincos, The Beach Boys o The Byrds. Solo me movía para levantar ligeramente el culo cuando mi madre pasaba con la aspiradora.

Porque cuando eres pequeño tienes tiempo de sobras para obsesionarte con lo que te dé la gana. Es más: los mayores lo encuentran adorable y alimentan tu monomanía. Hay algo de fascinación por la precocidad, sí, pero también algo de legado, de rito iniciático: esa suerte de traspaso emocional, de entregar algo valioso.

Ver a una niña de ocho años cantando «Walk on the Wild Side», también debía tener cierta gracia, supongo.

daniel-johnston-cobain«Descubrí que Cobain era un gran prescriptor. Citaba sin parar a las bandas que escuchaba.» Flea  y Cobain (Fotografía de Kevin Mazur / Sony Pictures).

Mixtapes preolímpicos, preadolescentes grunges

Los adultos que más se fascinaban con mi precocidad eran mis primos, diez años mayores que yo. Cada mes, aproximadamente, cuando los visitaba, me habían preparado, previa conversación telefónica, una mixtape con lo que habían estado escuchando. David era más cañero: The Clash, Sex Pistols, Ramones, Kortatu, La Polla Records. Lo que me grababa Núria tenía más clase: The Smiths, The Cure, Depeche Mode, Bowie, New Order. Era una combinación curiosa y heterogénea. «Mierda de Ciudad» y «This Charming Man», convivían sin estorbarse en mi Olimpo de canciones favoritas. Sin manías.

Un día, David me dio una de las cintas y me señaló “Drain You”, de Nirvana, con el dedo. “Esto te va a encantar. Si te gusta, te grabo el disco entero”. Yo tenía unos diez años y un walkman sin autoreverse que iba conmigo a todas partes. Dejé pasar todas las canciones, concentrada en el que tenía que ser el punto álgido de la compilación mensual. Una pausa. Y de repente, la voz de Kurt Cobain: “ One baby to another says I’m lucky to have met you”. BOOM. La escuché entera, paré el walkman, giré la cinta, le di al fast forward (siempre me he he preguntado si era realmente difícil, técnicamente, incluir el rewind en los primeros walkmans) volví a la cara B y escuché “Drain You” de nuevo. Así todo el viaje. Me había enamorado. O algo.

Al llegar a casa, lo primero que hice fue llamar a David para decirle que sí, que pusiera la grabadora a trabajar, por supuesto.

Si el impacto se hubiera producido en la era de internet, habría puesto las palabras mágicas en Google y en dos segundos, hubiera tenido material de sobras para una semana. Pero en los noventa, la paciencia era una especie de virtud teologal.

Tendría que esperar un par de semanas y necesitaba algo qué llevarme a la boca. Creo que ahí empezó todo: Si el impacto se hubiera producido en la era de internet, hubiera llegado a casa, hubiera encendido el ordenador, habría puesto las palabras mágicas en Google y en dos segundos, hubiera tenido material de sobras para una semana. Pero en los noventa, la paciencia era una especie de virtud teologal. Así que me fui a la biblioteca del pueblo a buscar información en todas las revistas musicales a las que estaban suscritos, que no eran demasiadas, pero cumplían su función. Con mi aplomo infantil, compartía espacio vital con los jevis del pueblo, que iban a buscar la Kerrang!. En realidad, me daban un poco de miedo porque me parecía que medían dos metros y me miraban raro. Todavía no sabía que los jevis suelen ser personas muy sensibles y emotivas, con un gran corazón.

Como complemento a la documentación en la biblioteca, cada tarde merendaba con el mando preparado para grabar los videoclips de Sputnik, el programa musical de TV3. Lo hice hasta que se acabó el chollo, durante años. Cuando cambió de formato, me tragaba enteras las dos horas de videoclips de los sábados por la mañana. Si sabía seguro que el grupo me gustaba (o que Kurt Cobain lo había citado en alguna entrevista) le daba al record sin pensar. Si no estaba segura, escuchaba atentamente y apuntaba el nombre en mi libreta, cruzando los dedos para que lo volvieran a repetir. En casa había auténticas batallas campales por la posesión del mando. Sputnik contra los dibujos animados de mi hermana pequeña. Fight!

Después de pasarle listas interminables de peticiones, mi primo no pudo más y un día me llegó a casa el catálogo de Discoplay. Ya es hora de que compres tus propios discos, joven Padawan.

Descubrí que Cobain era un gran prescriptor. Citaba sin parar a las bandas que escuchaba, que había escuchado o que tenía ganas de escuchar, de modo que mi investigación, libreta en mano, no consistía solo en saber cosas de Nirvana sinó también en indagar acerca de las bandas que escuchaba Kurt o en los amigos de Kurt. Y claro, me dí cuenta que podía hacer eso con todas mis bandas favoritas. Después de pasarle listas interminables de peticiones, mi primo no pudo más y un día me llegó a casa el catálogo de Discoplay. Ya es hora de que compres tus propios discos, joven Padawan.

Mi primera gran inversión fue la discografía entera de Lemonheads hasta el Come on Feel, que me encantaba. Evan Dando, admitámoslo, también me encantaba. De ésa manera que te encanta alguien cuando tienes once años. Apunté minuciosamente todas las referencias en la hoja de pedido, la metí en un sobre, la envié por correo y un mes largo más tarde recibí el paquete. Lo que decíamos de la paciencia.

Yo tenía doce y no estaba preparada para ver morir a un ídolo. Me gustaba Janis, me gustaba Jim Morrison, me gustaba John Lennon, me gustaba Jimi Hendrix, de acuerdo, pero ya los había conocido muertos.

Construir mi discoteca o forjar mi gusto musical se convirtió en una obsesión. En el mundo real, mis compañeros de clase competían por ver quién cantaba mejor la intro de Extasi, Extano, de Chimo Bayo, mientras yo me gastaba todo el dinero de los cumpleaños en reunir discografías, Discoplay mediante, que completaba en la desaparecida Discos Balada cada vez que iba a visitarme al dermatólogo salvaje de la calle Pelai. Ésos los pagaba mi madre para que me portaba bien en la consulta de aquel sanguinario. El premio gordo fue el Biograph de Bob Dylan, después de una dolorosa extracción de moluscos sin anestesia. «Hoy puedes comprar lo que quieras», me dijo. Y claro, me compré un triple. Que yo era rara, sí, pero no tonta.

Dos años después murió Kurt Cobain. Yo tenía doce o trece años y no estaba preparada para ver morir a un ídolo. Me gustaba Janis, me gustaba Jim Morrison, me gustaba John Lennon, me gustaba Jimi Hendrix, de acuerdo, pero ya los había conocido muertos. Y ésa gloria post-mortem, ésa historia negra, tenía, no lo negaré, un punto de atractivo para una preadolescente curiosa como yo. Pero Kurt no. Kurt no se podía morir, porque solamente hacía un par de años que lo conocía. Recuerdo ésos días con una mezcla de ternura y cierta vergüenza de quién yo debía ser, pero la muerte de alguien a quién había querido sin conocer fue realmente difícil de gestionar. Gracias, mamá, por haber aguantado una adolescencia más larga y nihilista de lo habitual. Nunca olvidaré su cara cuando decidí trasquilarme la melena y romperme la camiseta para hacerme la foto de la orla de octavo de EGB. Una santa.

david-bowie«Tiene seis años y flipa con Bowie. Hace unos meses, cuando murió, me preguntó: por qué se ha muerto?. Claro, Bowie no se podía morir.» (Fotografía de Raplh Gatti/Getty Images)

Qué harías si te tocara un millón de euros?

Pasaron los años y aprendí inglés. Empecé a comprar prensa musical extranjera en Las Ramblas. Para entonces, ya había eclosionado el brit pop y Blur eran my new jam. El paso estético del grunge al brit pop era más del gusto materno, que no soportaba los pantalones elásticos ni las camisetas rotas. No terminaba de entender las faldas con deportivas New Balance ni las chaquetas Adidas (Ahora te gusta ir en chándal?) pero las prefería a las Converse destrozadas y a los vaqueros llenos de agujeros, eso seguro.

Mi revista favorita de entonces era el NME. Naturalmente, no sabía suficiente inglés y lo que me gustaba eran las fotos, pero a golpe de diccionario, conseguía traducir los artículos y las entrevistas que me interesaban. Tenía catorce o quince años y seguía con mis procesos analógicos de documentación, pero estaba a punto de suceder algo que lo iba a cambiar todo: Internet.

Fue muy fuerte. Aún no pudiéndose comparar a todo lo que tenemos hoy en día, plantarte delante de un ordenador, teclear algo y obtener información en dos segundos, era ciencia ficción: biografías, artículos, fotos, vídeos y, claro, Napster.

Las descargas fueron mi millón de euros sin agotar. Una cierta pérdida de inocencia.

Cuando llegó Napster, yo tenía ya mucha música, pero no lo tenía TODO. De repente, entrabas en aquella interfície de apariencia soviética, tecleabas el nombre de una banda y ante ti desfilaban líneas de colores para que te sirvieras sin remordimientos. El bufet libre de la música, all you can eat. Al principio fue un no parar. Todavía más cuando cerraron Napster y llegó Emule y sus discografías completas y más ancho de banda y venga a descargarlo todo. Hasta el día fatídico en que, sentada delante del ordenador, ya no sabía que buscar. Había perdido el encanto porque podía tenerlo todo. Como cuando te preguntan: “Qué harías si te tocara un millón de euros?” y después de comprarte una mansión, dar la vuelta al mundo, comer en los restaurantes más caros y no escatimar en ropa de marca, te quedabas sin ideas. Las descargas fueron mi millón de euros sin agotar. Una cierta pérdida de inocencia.

Así que volví al vinilo, que me permitía hacer lo que había hecho desde pequeña: buscar y curiosear. Pasarme horas en la calle Tallers y, una vez en casa, escucharlos con calma, mirando la portada. A día de hoy, uno de mis sonidos preferidos sigue siendo el de la aguja rascando el vacío, entre canción y canción.

A veces intento imaginar como se cultiva el amor por la música en los tiempos de la inmediatez y no logro hacerme una idea. Yo misma le grabo pendrives a Ferran, mi ahijado, el hijo de Núria, para devolverle el favor que ella me hizo a mí.

Toda esta historia para acabar volviendo al origen, en cierto modo. No me voy a poner nostálgica, sería hipócrita. No puedo vivir sin Spotify y Youtube, pero los tengo en su sitio. Sigo leyenda prensa musical en papel, de manera consciente y, por supuesto, sigo comprando discos de manera habitual.

A veces intento imaginar como se cultiva el amor por la música en los tiempos de la inmediatez y no logro hacerme una idea. Yo misma le grabo pendrives a Ferran, mi ahijado, el hijo de Núria, para devolverle el favor que ella me hizo a mí. Tiene seis años y flipa con Bowie. Hace unos meses, cuando murió, me preguntó: “por qué se ha muerto?”. Claro, Bowie no se podía morir. Como Kurt. En el fondo, lo miro mientras escuchamos juntos «Modern Love», su canción favorita y pienso que no, que la inmediatez no podrá cargarse algo que se escapa de toda lógica. Algo a lo que ha valido la pena, sin duda, dedicar tantas horas.

Fotografía de portada: «Greatest Rock Songs of the 90s» de 8tracks radio.


Míriam Cano (Molins de Rei, 1982)

miriamNací una primavera de 1982, justo antes del Mundial de Fútbol. Ése año se estrenó ET, The Clash publicaron Combat Rock y la Thatcher desembarcó en las Malvinas. Ajena a todo ello, crecí lo suficiente para aprender a escribir y no he parado de hacerlo desde entonces. He colaborado en diversos medios,reseñando libros, música y cine y he publicado dos libros de poesía: Buntsandstein (Viena, 2013) y Ancoratge ( Terrícola, 2016). También me ha dado tiempo de estudiar humanidades.

Si no escribo, cocino. Dicen que bien.